Opinión

El genocidio está en el detalle

Unos dos años atrás, aún bajo la sorpresa y la angustia, relataba el desencuentro que marcaría un encuentro con la violencia: dialogando con una compañera de trabajo, esta le pregunta cómo anda, a lo cual le responde que preocupada por la situación de Gaza. Para ese entonces sucedía una masacre que se creía justificada por el ataque que Hamas había realizado previamente. Aún no se hablaba de genocidio como ahora. Entonces la amabilidad inicial pareció disiparse: la mira fijamente sin parpadear mientras aleja su cuerpo del de aquella, decide decirle: “tené cuidado por decir esas cosas… Tené cuidado. ¿Vos sabes que te pueden denunciar por eso? Eso puede tomarse como apología de la violencia, como antisemita. Tené cuidado, yo por vos te lo digo…”.

La joven pasó entonces de la preocupación que cargaba hacia un sentimiento de confusión que luego podría reconstruir como una vivencia de violencia, por la intensidad, profundidad y consecuencias de la amonestación que recibió: se sintió amordazada, acusada de ser violenta y amenazada de ser castigada. Ciertamente en ese tiempo comenzaba a visibilizarse cómo muchos periodistas estaban siendo sistemáticamente denunciados por verter opiniones o investigaciones que mostraban el genocidio que comenzaba a gestarse.

¿Cómo es que manifestar una preocupación condoliente por lo que sucede en Gaza era apología de violencia y motivo de denuncia? ¿Acaso no era un acto de violencia en sí mismo impedir el sólo sentimiento de una angustiosa empatía por el otro? Y además ¿cómo es que “preocupación” y “Gaza” eran equivalentes a “antisemita”?

La violencia no se limita a una geografía ni a las tropas armadas asesinando niños con balas o hambre, sino que opera con su silenciosa estridencia desde antes y en los detalles de la vida cotidiana, no sólo in situ donde se vuelve visible, sino también en remotos confines del mundo.

Cuando la violencia se defiende

La violencia no sólo ataca sino que también se defiende, en ambos casos buscando el dominio de las existencias humanas. Lo hace cuando algo la cuestiona y comienza a develar los hilos invisibles que manipula. Es fundamental a la violencia, a diferencia de la crueldad, que el hilo no se vea. Un mecanismo habitual de la violencia entonces es culpabilizar al violentado de ser el violento; el “indio” hace “malones”, los desaparecidos y torturados “algo habrán hecho”, el piquetero atenta contra la libertad de circulación, las feministas asesinan personas fetales, y hasta Norma Pla fue tratada de violenta por sacarle la gorra a una policía casi siempre del lado de la inseguridad.

Interpelar la dominación y el exterminio requiere agresividad, la cual habitualmente queda catalogada como violencia por los dispositivos de la violencia.

Desde luego, uno de las más importantes características que cuenta la violencia, es que opera produciendo una subjetivación que se niega a sí misma como existente. Violento siempre es el otro, aún cuando sólo se limite a negarse a morir, a callar, a desexistir.

Ejercemos violencia con más frecuencia de lo que estamos dispuestos a reconocer e incluso de lo que realmente somos capaces de reconocer.

Antisemita

Como el genocidio también reside en el detalle, en el lenguaje hallamos buena parte de las operatorias de la violencia que van sembrando el terreno para que la atrocidad sea justicia, para que lo demencial sea cordura. Que el antisemitismo sea atribuido a cualquier persona que critique la destrucción de un pueblo semita a manos de otro pueblo semita, es un caso típico de excepcional violencia. La operatoria consiste en excluir de la filiación a quienes se violenta. A los pueblos autóctonos de lo que se llamó América, se los podía asesinar porque eran considerados “homúnculos”, humanoides que estaban más cerca de la animalidad que del alma humana. Si son des-almados, se los puede eliminar. Y los animales, así como el resto de la vida vegetal, también se pueden exterminar porque no pertenecen a lo humano, sino al mundo de los objetos dispuestos a la humanidad.

En este caso, la operatoria lingüística, ese pequeño detalle, determina la exclusión de otro pueblo que no sea el judío, respecto de la tradición, culturas y, sobre todo en este caso, de los territorios geográficos compartidos. Sólo unos serían semitas y las acciones antisemitas serían hacia un solo pueblo. En consecuencia, aniquilar a otro pueblo no es antisemita. De hecho no hay otro pueblo cuando ya se lo hizo desexistir en el lenguaje. Menos aún si es por un Estado sionista que se posiciona del lado de quien padeció el antisemitismo.

La violencia entonces se vuelve aceptable a la ética que nos constituye (nos humanizamos a partir de humanos que nos cuidaron, y desde esa experiencia reconocemos como tal al semejante), mediante todo un entramado de coartadas discursivas que justifican la dominación, si no exterminio, del subhumanizado.

Capitalismo genocida

La violencia coarta los caminos que conducen hacia la empatía, hacia la condolencia, hacia la capacidad de horrorización, desarticula los reclamos que puedan relacionarse a la Justicia y a lo Justo en general. Y en nuestros tiempos, como en la edad media, la crueldad retorna pero ahora para articularse a la violencia: hoy el genocidio se muestra abiertamente. La violencia sentó el camino para que la crueldad sea admisible en un modo que no creíamos posible -sobre todo por ser perpetrada por el gobierno de un pueblo que padeció esa tragedia-; y la crueldad allanó el camino a la violencia de base: planificar la aniquilación y todos los negocios que subyacen a ella. Es Trump publicando un video hecho con IA donde el territorio de Gaza aparece como una pornografía capitalista de playas con mujeres bailando. Es el apéndice de aquel, nuestro actual presidente, diciendo que “Israel es el corazón del capitalismo”. Ese corazón, que no le simboliza amor, bombea muerte y divisas.

Esta visualización es una forma de disciplinamiento, naturalización y afirmación de que así funciona el mundo, y que entonces no tendrá por qué generarnos ningún tipo de conmoción próximas “limpiezas”. Y lo que estamos viendo es que Latinoamérica sigue en la lista, como sucede con los atentados a la democracia de un Brasil al que se le quiere impedir juzgar a sus propios golpistas.

Hoy más que nunca, pronunciarse sobre el genocidio en Gaza a manos de un gobierno colonizador sionista que se sitúa del lado de la Justicia, cuando lo está del lado del capitalismo -y sabemos que ambas cosas no son conciliables- es decir y decidir.

Decir que esto no es natural, que no es culpa de otros -a los que además se quiere construir como subhumanos salvajes y violentos-, que nos negamos a vivir en esa miseria planetaria que anhelan forjar a fuego y martillazos.

Madres y abuelas de plaza de Mayo

Como la propuesta que esta alianza entre violencia y crueldad quiere subjetivar en nosotros es la naturalización del holocausto, conviene recordar que las madres y abuelas de plaza de Mayo, como dijera Silvia Bleichmar, hasta el día de la fecha no cuentan en el movimiento nacional que generaron, un solo muerto por venganza.

No hay militares, ni civiles cómplices o ideólogos, asesinados. El pedido siempre fue, es y seguirá siendo el de verdad, memoria y justicia. Sólo así se puede sostener el derecho de denunciar las propias tragedias y pedidos de justicia. Detalles.

El mundo que nos están proponiendo es uno de playas, mujeres objetalizadas y un grupo de varones rotos que concentran las riquezas y bailan allí. Detalles.

Y entonces pienso que quizás nuestra interlocutora tenía razón: hay que tener cuidado con lo que se dice. Tener el cuidado de cuidar las palabras, de cuidar su necesidad, de no dejarlas en el limbo de la indecisión de decir, cómplices de un mundo terrorífico al que no nos interesa pertenecer.

Por Luciano Rodríguez Costa*

*Psicólogo (UNR), Profesor en Psicología (UNR), Magister en Salud Mental (UNR). Psicoanalista. Escritor. Investigador. Autor de La violencia en los márgenes del psicoanálisis (Lugar, 2021) y de Los procesos de subjetivación en psicoanálisis (Topía, 2023).

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