Sabemos qué pasa cuando los criminales obtienen el poder para organizarlo todo. Estuvimos ahí. La tortura y ejecución de tres jóvenes mujeres en Florencia Varela, retoma una crónica narrada muchas veces: un estado corrupto que fracasa cuando intenta organizar los límites del negocio narco
La casa de Florencio Varela donde hallaron los tres cuerpos de las jóvenes asesinadas.
Fueron tres jóvenes mujeres las torturadas y asesinadas con brutalidad. Expuestas en vivo en un chat cerrado con la mirada de casi medio centenar de criminales, la mayoría de ellos nacidos en tiempos “felices” con la asignación universal de hijos, las políticas públicas de inclusión y las banderas renacientes de un país sin el FMI deambulando en las cuentas. Albores del siglo XXI, la idea de una patria creciendo con valores de compra agropecuaria muy beneficiosos para el campo argentino.
Pero 20 años después el resultado, también en La Matanza, no es el planificado en ese tiempo. Los herederos de esa pobreza no zafaron: usan armas, saben de drogas y se tientan con matar al que mira feo. Los nombres, los detalles, el sórdido debate sobre los motivos, el altercado sobre los roles de víctimas y victimarios, hizo que la crónica fuese despiadada y vergonzosa.
En vastas zonas del conurbano bonaerense, el Estado hace rato que es un eco. En sus calles, la ley no llega ni por asomo. Allí, donde el hambre y la desocupación se entrelazan con la impunidad, emerge ese orden brutal narco. No es un fenómeno de ficción, sino de subsistencia. Es la institucionalidad paralela que organiza lo que la política abandonó.
“Estamos hablando de un sitio que es inhóspito, porque todavía vivimos bajo ciertas condiciones de estado de naturaleza que lo vuelven salvaje porque todas las fuerzas no son reguladas por ningún actor institucional. Como no está el Estado, no es que el delito se potencia solo por la pobreza. Hay ausencia de una forma de vida apegada a la ley”, describe Daniel Billota cuando explica su Conurbano Salvaje, el libro que escribió sobre ese lugar del mundo junto a Carlos Raymundo Roberts.
En esos casos se repite el sistema. Cuando la autoridad legal se retira, el delito deja de ser clandestino y se vuelve costumbre. Ya no opera en la sombra, sino a la luz del día, dictando sus propias normas. En los barrios más golpeados, los códigos del narcotráfico reemplazan a reglamentos municipales, las amenazas sustituyen los boletines oficiales, y el miedo regula mejor que cualquier juez.
El tono y el contenido de las amenazas narcos es la misma en los alrededores de cualquier capital: “Esto va para la gente de Rivera y Nogué que se quieren hacer los que venden droga en el barrio pero en el barrio está la verdadera mafia, que somos nosotros. Vamos a empezar a matar a cualquiera que ande por la calle. Gente que ande por la calle, le vamos a empezar a matar”, dice un audio con un vozarrón incorporado a la investigación judicial.
En La Matanza alguna vez el concejal Toti Flores había dicho que el narco da préstamos, cobra intereses, entrega trabajo. Instala su propio sistema financiero, su modelo de microcréditos, su forma de justicia rápida y brutal. “Si no pagás, te quitan lo poco que tenés; si delatás, te desaparecen”, afirmó. El narco se vuelve prestamista, puntero, y a veces patrón.
“Yo recibo muchas denuncias de, por ejemplo, emprendimientos de costura, que alguien empeñó a un narcotraficante y después, si no pagaste la cuota, viene y te saca la máquina de coser. Acá muchos dicen que salen a robar para poder bancarse los vicios. En realidad, primero te envician y después te mandan a robar”, afirmó el concejal.
En ese ecosistema, los jóvenes ya no sueñan con ser profesionales o tener oficios integrados a la vida doméstica y social. La cultura narco no es solo un negocio: es una estética y también la promesa de éxito en un mundo sin futuro. El espejo ya no refleja héroes del esfuerzo, sino villanos de la serie. Quieren figurar, mostrarse, ascender en una jerarquía criminal que paga en efectivo y en respeto.
En un documental que el diario Clarín publicó en 2024 sobre el narcocrimen en Santa Fe Esteban Alvarado, un brutal jefe narco para la justicia, había dicho que “los pibes quieren ser capos narcos, entonces ellos quieren figurar. Se hacen los Tony Montana, o como algún personaje del Patrón del Mal, y de verdad es que salió eso y se pone de moda. Es como que todo se conviene en el personaje”.
Pero el respeto del miedo es una farsa. En los márgenes, la crueldad es ley. Se ajustician pibes a los que antes se usó de carne de cañón; se quema al traidor, se fusila al que duda. Las madres entierran hijos de bandos enfrentados. Los barrios se dividen por esquinas, por pasillos, por negocios que sangran. Cada búnker es una frontera y también una tumba.
“Hay en algunos lugares piletones donde crían yacarés. ¿Y para qué pueden criar esos yacarés? Según nos dicen los vecinos allí tiran a algún disidente para que desaparezcan”, afirmó Toti Flores, el concejal de La Matanza.
El narcoestado no es una metáfora. Es un sistema que cobra impuestos, da trabajo, ofrece protección. Administra zonas completas, con su propia policía —los sicarios—, su justicia inmediata —el castigo— y su economía circular —la droga, el dinero, el consumo—. El narco gobierna donde el Estado ya no pisa. No por fuerza, sino por vacío de un sistema legal corrupto y cómplice.
“Si vos querés lo solucionamos por la buena. Si no, voy hasta tu casa y yo la plata te la voy a cobrar igual. Vos elegís, boludo. Nosotros acá en la provincia manejamos la prostitución, el narcotráfico. Manejamos el sicariato, boludo, prácticamente la provincia es de nosotros. Decime cómo lo querés arreglar, boludo” (audio de amenaza de un narco a un vecino).
“La cultura narco no es solo un negocio: es una estética y también la promesa de éxito en un mundo sin futuro
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La política, en demasiados casos, no es ajena. Se nutre del mismo barro. Pacta, negocia, terceriza control territorial. Hay punteros que cambian el clientelismo por cocaína, los dirigentes miran a otro lado y se mantienen temerosos o socios, en silencio. El delito se institucionaliza cuando la conveniencia supera la conciencia. La complicidad se nutre: ladrillo sobre billete.
“Cuando el Estado no está, es el tranza, que antes era el puntero, el que paga las zapatillas, el que es prestamista, el que da trabajo en la venta de drogas, porque no hay nadie más”, había dicho la ex gobernadora de Buenos Aires María Eugenia Vidal.
En esos territorios, la violencia se naturaliza. Los chicos crecen viendo armas como juguetes, los adultos aceptan que la justicia no llega, y la policía administra la frontera del negocio. Nadie se sorprende de los tiros: se los cuenta a la noche como el día de lluvia o de sol. El bang bang se escucha como un reloj. El Estado ya no regula la vida: apenas la observa desde lejos.
En Santa Fe la historia de Patricio Mac Caddon como vital narcopuntero político replicó lo que en el conurbano hacía años existía. “Yo soy negociante, no soy otra cosa. A mí la porquería (por la cocaína) mucho no me interesa, pero sí me da cabida para yo poder hacer la plata limpia también. Le vamos dando laburo a los pibes, agarramos para hacer calles en la municipalidad, tengo la mejor con el intendente”, le había dicho en una conversación a Guille Cantero cuando se ofrecía trabajar para él (audio judicial).
Buenos Aires, inmensa, desigual, doliente, vive una guerra sin nombre. No es la lucha contra el narcotráfico, sino la batalla por la soberanía. ¿Quién gobierna en las villas? ¿Quién pone orden en las esquinas? ¿Quién define quién vive o muere? En demasiados barrios, la respuesta no lleva sellos oficiales, ni una bandera escolar, sino el tatuaje carcelario en la piel y una “nueve” en la cintura.
En agosto del 2020 Carlos Arguelles había entregado una extensa declaración judicial sobre los movimientos narco criminales de Esteban Alvarado. Frente a fiscales y funcionarios judiciales había hecho una brutal descripción sobre la ley del narcoestado en Rosario.
“Dentro de la competencia narco entre bandas a los chicos de los búnker, les tiraban nafta y los prendían a fuego vivo, ahí adentro. Y hay un caso donde una mamá perdió dos hijos porque estaban enfrentadas a dos bandas y una era la de él. A ese chico le decían Carpincho, por lo que yo tengo entendido, lo mataron a balazos. Y su hermana que trabajaba en el otro búnker, la prendieron a fuego dentro del búnker. Creo que la tiraron en la vía y creo que se supo que estaba embarazada esta chica”.
El desafío no es solo de un estado policial. Recuperar esos territorios no se logra solo con patrulleros u operativos, sino con educación, empleo, dignidad. Mientras la escuela quede lejos y flácida y el Estado se ausente de sus obligaciones, el narco seguirá gobernando desde su palacio de sombras. La tele seguirá mostrando con crudeza y morbo las escenas de un país sin justicia en sus calles que renunció a gobernarse. Y cuando eso pase, nuevamente el poder lo tomará el miedo, el gatillo suicida.