Operativos apócrifos, demagogia punitiva y violencia policial: una dialéctica de la “seguridad pública” como valor supremo que el macrismo impone en la vida cotidiana con siniestra eficacia. Mientras tanto, continúan los negocios y los casos de gatillo fácil y muerte por tortura en comisarías poseen una frecuencia nunca vista desde 1984 a la fecha.
Había sido una primicia de Radio Mitre: “Los dealers culpan al gobierno por el aumento del precio de la cocaína debido a que las incautaciones efectuadas por las fuerzas de seguridad en su lucha contra el narcotráfico los dejó con un stock muy bajo”. ¿Acaso esa información provino del INDEC o fue obtenida en alguna cámara que agrupa a vendedores minoristas de dicha pócima? Lo cierto es que los chistes al respecto fueron furor en las redes sociales.
Aún más asombroso es un audio del secretario de Seguridad de Morón, Bernardo Magistocchi –difundido por el portal El Cohete en la Luna–, donde se lo oye dar detalles del armado de un video acerca de un operativo policial apócrifo en la villa Carlos Gardel. Según la denuncia del concejal de Unidad Ciudadana, Hernán Sabbatella, el interlocutor del funcionario es nada menos que el intendente Ramiro Tagliaferro, ex marido de María Eugenia Vidal; todo indica que éste avaló semejante puesta en escena.
Ambas situaciones sucedieron a fines de enero, con apenas cuatro días de diferencia. Tal proximidad induce a suponer la profusión de esta clase de montajes. Un recurso en el cual ya incursionó –con gran éxito de taquilla– el secretario de Seguridad de Lanús, Diego Kravetz, con la infame extorsión a un niño de once años que luego confesaría crímenes imaginarios en el programa de Jorge Lanata. Ya no hay dudas de que estas variadas formas de dramaturgia son un eje de la presunta lucha oficial contra el delito. Y que se completan con la realización de “controles poblacionales”, tal como se denominan las razzias en barrios pobres; las constantes vejaciones a pibes indigentes que circulan en espacios públicos vedados para ellos por las leyes no escritas del apartheid; las capturas callejeras de adultos jóvenes por razones lombrosianas; el despojo de mercaderías a manteros y el sistemático hostigamiento a inmigrantes, además de la fabricación de causas penales a personas inocentes, entre otras delicias. Una dialéctica de la “seguridad pública” como valor supremo que el macrismo impone en la vida cotidiana con siniestra eficacia. Y en la que participan todas las fuerzas policiales del país. El pacto es obvio: demagogia punitiva a cambio de vista gorda con sus negocios sucios.
El excel carcelario
Más allá de llevar con creces a la práctica la voluntad de reprimir todo tipo de protestas y reclamos sociales, ya a partir del 10 de diciembre de 2015 las autoridades macristas se juramentaron –mediante altisonantes proclamas guionadas por publicistas– a dar pelea al crimen organizado, al narcotráfico y al delito violento.
Por entonces –bien al estilo PRO–, habían cifrado sus metas estratégicas en base a una interpretación algo antojadiza del “marketing penal”. Tanto es así que al enterarse de que en 2015 hubo más de un millón y medio de delitos (sin discriminar las modalidades ni sus niveles de gravedad) en un territorio nacional con una población carcelaria de 64 mil personas, se llegó a la conclusión de que faltaban presos. ¿Acaso 300 mil por año, calculando que cada uno pudo cometer cinco delitos en ese período? A todas luces, una visión típica de CEOs volcados a la función pública, robustecida por la lectura de las estadísticas: en Estados Unidos la tasa de encarcelamientos es de 700 presos por cada 100 mil habitantes, en Chile es de 340 presos y en Uruguay, de 300, mientras que en la Argentina era sólo de 166. Realmente sorprendente, en un país con policías bravas y un sistema jurídico que a los magistrados y fiscales les exige mano dura, acusar por las dudas y condenas sin pruebas. Pero a la vez un campo fértil como para alimentar la planilla Excel de la prisionización.
Claro que, como efecto colateral, la sangre correría en plano inclinado. Un “problemita” que ni el Poder Judicial amigo puede soslayar.
Prueba de eso es que acaba de ser elevado a juicio oral el primer caso de un efectivo de la nueva Policía de la Ciudad procesado por “gatillo fácil”.
Se trata del oficial Adrián Gustavo Otero, acusado de asesinar a Cristian Toledo en la noche del 15 de julio, cuando el muchacho, de 24 años, volvía con dos amigos a su casa de la villa 21-24, y el efectivo de la mazorca porteña, creada hace poco más de un año, descargó 8 balas con su arma reglamentaria sobre el auto en el que se movilizaban los jóvenes. El juez Osvaldo Rappa acusó a Otero de “homicidio agravado por el uso de arma de fuego y abuso de su condición de integrante de una fuerza de seguridad” (por Toledo), y de “tentativa de homicidio” por lo ocurrido con Carlos Daniel Gavilán (24) y Jorge Daniel Nadalich (25), quienes viajaban en ese mismo vehículo.
A todas luces, una carátula ejemplar. Pero también un extraño oasis en medio del desierto. Según un lapidario informe presentado el 22 de diciembre por la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional (CORREPI), las cifras son escalofriantes: 725 muertos en 721 días de gobierno macrista; es decir, un asesinato cada 24 horas, tanto por “gatillo fácil” como bajo torturas en comisarías. Una frecuencia nunca vista desde 1984 en adelante, ya que las cinco mil víctimas que hubo en esas modalidades desde entonces establecían un promedio de 162 víctimas anuales frente a las 365 actuales.
La Policía realizó tareas de inteligencia a menores en una escuela pública
La omertá policial
Un capítulo aparte es la actitud asumida al respecto por jefes policiales y sus autoridades políticas.
El caso del integrante de la Policía Federal, Dante Barisone –reconocido como el agente del Grupo de Operaciones Motorizadas Federales (GOMF) que pisó con su moto al cartonero Alejandro “Pipi” Rosado durante la última movilización contra la reforma previsional– deja al desnudo el encubrimiento orgánico de la fuerza y del Ministerio de Seguridad a las bestialidades de sus efectivos. Pero también es una historia atravesada por la ruptura del pacto de silencio entre ellos. Bien vale entonces reparar en los pliegues de esta trama.
Dicen que durante el atardecer del fatídico 18 de diciembre Barisone se jactaba entre sus compañeros por el acto que acababa de perpetrar. Y que éstos le festejaban la hazaña. Una alegría legitimada por ciertas frases recientemente vertidas desde las más altas esferas del poder. Por ejemplo: “El beneficio de la duda siempre lo tienen las fuerzas de seguridad”, supo decir la vicepresidenta Gabriela Michetti luego del asesinato en Río Negro del joven mapuche Rafael Nahuel. ¿Acaso Barisone tenía entonces algo que temer?
Por eso su azoro no fue menor al quedar detenido diez días después. La cadena de eventos que lo llevaron tras las rejas comenzó con la viralización de las imágenes del hecho, captadas por una cámara de seguridad. Y siguió tras ser aportado su nombre al juzgado federal a cargo del doctor Sergio Torres por Asuntos Internos, en base a datos proporcionados por el cabecilla del GOMF, comisario Oscar Hipólito, y su segundo, el principal Gabriel Ortega. Ambos ratificaron dicha información en sede judicial. Y aquello hizo que Barisone terminara su indagatoria con las muñecas esposadas. ¿Fueron ellos sus entregadores? Tal pregunta se disipó al declarar ese dúo por segunda vez: “Yo no le di ninguna certeza”, dijo entonces el comisario al magistrado. “Nunca supe quién manejaba esa moto”, remató el principal. Ahora están acusados por falso testimonio. Pero Barisone recuperó la libertad el 5 de enero por falta de mérito. El protocolo del encubrimiento se había puesto en marcha. Sin embargo su devenir tropezó con un imprevisto: el testimonio del agente que iba en la parte trasera de esa misma moto: Alejandro Irazábal.
Éste –quien fue presionado por el propio Barisone, por sus compañeros y jefes, además de recibir instrucciones precisas de los abogados policiales para no incriminar al acusado– se presentó el 10 de enero en el juzgado del doctor Torres. Y señaló a Barisone como el victimario de Rosado. “No tengo dudas de lo que digo –agregó– porque yo iba en aquella moto”. Barisone volvió ese mismo día a su calabozo. La omertá policial se había quebrado en mil pedazos.
Ahora pesa un pedido de interpelación parlamentaria sobre la ministra Patricia Bullrich y el titular de Seguridad Interior, Gerardo Milman.
Tales son los acordes más agudos de la política de seguridad del PRO.